Trascender la Encarcelación

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by Will Anderson
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Read this essay in the original English in Issue 010: JUDGE.

En este ensayo, le autore encarcelade Will Anderson describe la experiencia del encarcelamiento físico. También reflexiona sobre la manera en la que el islam y la experiencia transgénero se relacionan con el encarcelamiento. En una época marcada por la formación de alianzas, por un lado, y por la política de confrontación, por otro, ¿qué transformaciones sociales necesitamos para abolir la policía y las prisiones?


Me he acostumbrado a sentarme con las piernas cruzadas contra la cabecera de mi litera inferior. Así leo, escribo y realizo las tareas de mi grado en Filosofía. No es demasiado cómodo, y la iluminación nunca es la adecuada, pero el asiento circular de acero inoxidable bajo el escritorio de la pared de enfrente lo es mucho menos. A veces, cuando nos encierran para pasar la noche, apoyo la espalda sobre una almohada de espuma que amortigua el marco metálico, espero a que el dolor de mis envejecidas articulaciones se estabilice y disminuya lentamente, y dejo que la luz parpadeante del televisor me haga dormir.

Anoche vi un fragmento del documental de Ken Burns sobre Muhammad Ali en la PBS, donde se retrata, por un lado, su disputa con Estados Unidos, que le exigía hacer honor a su condición de recluta e ir a Vietnam, y, por otro, la manera en la que su instrucción religiosa por la Nación del Islam reforzó su objeción de conciencia. Admiro a Ali desde que lo vi por primera vez en la película de Leon Gast Cuando éramos reyes (era demasiado joven para haberle visto boxear), pero lo que ayer me impactó fueron los testimonios de quienes se relacionaban con él en aquella época, que reconocían de manera unánime su disposición a ir a la cárcel, o incluso a morir, antes de traicionar sus convicciones.

Me convertí al islam en noviembre de 2012, cerca del comienzo de mi encarcelamiento, debido en gran parte a mi comprensión filosófica del islam. Las palabras «islam» (que significa literalmente «sumisión a la voluntad de Alá») y «musulmán» («el que se somete») adquieren significados distintos en función de la manera en la que se perciben las fuerzas de la naturaleza que están fuera de nuestro control ─o, quizá, las fuerzas de la cultura y la sociedad en la que uno nace─. La «sumisión» no debería entenderse como una actitud de resignación, sino más bien como el reconocimiento del propósito y el lugar de uno mismo entre esas fuerzas que están decididamente fuera de nuestro control. Siempre he defendido que la práctica de un «buen» musulmán empieza por reconocer estas fuerzas y por establecer una relación adecuada con ellas. Solo así puede uno comprometerse conscientemente y elegir cómo vivir en respuesta ─siendo la respuesta, quizá, lo único sobre lo que uno tiene algún control significativo en toda su vida─. Someterse es aceptar el reto de la vida al servicio de algo más grande que uno mismo y participar de ello conscientemente. La sumisión es la libertad de confrontarse a la injusticia, de no justificarla por el contexto en la que se manifiesta ni la finalidad por la que se realiza, porque la injusticia es, sencillamente, inexcusable.

Una de las nociones que fundamenta mi fe es la idea islámica de que todos nacemos sin pecado, en un estado natural del islam. Es decir, llegamos al mundo libres de las consecuencias naturales de vivir en él, en una armonía que todavía no ha sido complicada por errores propios o ajenos. Todos nos esforzamos por volver a ese estado. Y por esa experiencia compartida del mundo, e independientemente de nuestra condición o estado mental, todos somos esencialmente musulmanes, lo sepamos o no.

En este empeño, Ali tuvo la mala fortuna de encontrarse con la indecencia del gobierno federal estadounidense. Al principio este determinó que Ali no era apto para el reclutamiento, pero después vio los dones de su cuerpo negro y las oportunidades que producía su esfuerzo. Además, Ali destacaba por estar en la búsqueda de un saber que le beneficiara a sí mismo y a su comunidad. Cuando lo vieron, conspiraron para cambiar el veredicto y fueron a por él. La vida se abrió ante él cuando se enfrentó a unas fuerzas a las que nunca deberíamos someternos. Tenemos la responsabilidad moral de confrontar y cambiar las leyes injustas.

Ser encarcelado por el Estado es ser reclutado para luchar contra las fuerzas de la injusticia. Es irrelevante lo que hayas hecho, o que hayas hecho algo siquiera. Y, sobre todo, no importa si tu encarcelamiento es o no físico. Todavía estamos en un limbo generacional que abarca tanto la criminalización oficial y explícita de la raza, el género y las identidades queer, como las posteriores consecuencias encubiertas y sistémicas que persisten tras esa criminalización. Persiste, por ejemplo, la militarización de las comunidades negras y marrones, supuestamente para vigilar los narcóticos que introdujo el propio gobierno federal; primero a través del transporte ilícito y ahora al servicio del capitalismo farmacéutico. Y, mientras que el derecho al matrimonio normaliza la condición de algunas personas queer, la esperanza de vida media de una mujer transgénero negra en Estados Unidos es de treinta y cinco años. Todas estas cuestiones echan por tierra nuestro esfuerzo «sisifiano» por distinguir las consecuencias aparentemente irremediables de la encarcelación masiva y el complejo industrial penitenciario de la condición social opresiva que crean estos sistemas para las familias, los amigos, las comunidades y las sociedades de cualquier persona que esté o haya estado encarcelada. Por si no ha quedado claro, se trata de todos. Y el «todos» te incluye a ti.

Nací supuestamente blanque. Digo «supuestamente» porque el pigmento de mi piel me ha otorgado un privilegio que intento aprovechar para hacer justicia y producir cambios en mi comunidad de encarcelados. Sin embargo, identificarse de manera explícita con la blanquitud es abrazar una ficción racista y clasista, escrita por quienes están en el poder para aprovecharse de un sesgo cognitivo que beneficie sus intereses egoístas. Podría decirse que soy poco inteligente al rechazar una identificación racial en un entorno carcelario estructurado en torno a divisiones raciales, donde mi seguridad depende, supuestamente, de esa «solidaridad». Pero la estabilidad del complejo industrial penitenciario depende, precisamente, de este sesgo que alimenta la discordia de unos con otros, distrayéndonos de verdades sencillas que, en última instancia, desmantelarían el sistema al exponer sus fallos y vulnerabilidades. Ampararse en la seguridad de la blanquitud es aceptar ese diseño de los poderosos para mantener a todos los demás literalmente por debajo.

La ciencia ya hace tiempo que desacreditó la noción de diferencia genética por raza, a la que reconoce como una construcción social, al tiempo que afirma la existencia de una afección hereditaria de la pobreza y de las enfermedades medioambientales. Como no pueden demostrar la inferioridad por naturaleza, condenan a nuestros hijos de color estigmatizando su entorno físico y su clase social, asegurando que su seguridad está en riesgo incluso antes de ser concebidos. Son los creadores de la misma inferioridad contra la que enuncian sus afirmaciones racistas de superioridad.

La no-blanquitud fue la condición que posibilitó el establecimiento de la categoría «blanco» en Estados Unidos, pues es en su oposición que se consagró, protegió y consolidó el poder. Así, los racializados como no blancos se convirtieron en súbditos o en otros. Conocer esa historia y seguir identificándote como «blanco» es aceptar esa ingeniería cínica y violenta de nuestra sociedad. Que una persona blanca pueda rechazar la hegemonía e identificarse como un simple ser humano es un privilegio enorme. Los blancos pueden elegir los conflictos culturales de los que participar, mientras que los racializados por el color de su piel son arrojados al conflicto. Y aunque la raza es un mal que persiste en nuestra cultura, no es el único.

Nací aparentemente varón. Digo «aparentemente» porque, a pesar de todos los privilegios que me ha otorgado mi sexo asignado al nacer, el hecho de ser transgénero en una sociedad misógina y homófoba es casi con toda seguridad lo que me ha conducido hasta aquí. Comencé mi vida como un sujeto de Estado: me dieron en adopción cuando era un bebé y fui mantenide y criade por padres cisgénero, heterosexuales, blancos, cristianos, de clase media, que vivían a las afueras de la ciudad. Al haber sido identificade socialmente con un género que no era el correcto, estaba confundide y era extremadamente infeliz. Esto me hizo vulnerable a la explotación sexual y fui agredide por chicos y chicas mayores que yo desde los diez hasta los diecisiete años, cuando construí una coraza para ocultar mi vulnerabilidad y defenderme de los demás.

Mi primera visita a la cárcel fue a los doce años, cuando golpeé a mi madre y mi padre llamó a la policía. Pasé la noche en aislamiento, en una celda oscura, sin saber qué me iba a pasar. A la mañana siguiente fui sole al tribunal, donde el juez se aseguró de que estaba arrepentide y me concedió la libertad condicional, de modo que el Estado podía seguir vigilándome. Podría narrar mi trayectoria vital como un encarcelamiento in crescendo, pero por ahora me limitaré a contar que el proceso se detuvo cuando era más mayor y aprendí a esconderme. Fui (aparentemente) libre durante más de una década, hasta que todo lo que había reprimido en una vida en la que me negaba a mí misme empezó a hacer presión sobre la fachada y permití, finalmente, que mi yo queer floreciera.

He pasado la mayor parte de la última década de mi vida en la cárcel tratando de comprenderme, buscando un sentido de pertenencia, pero asumiendo que mi verdadero ser no puede encontrar un lugar en esta sociedad. Mi proceso de lectura de Captive Genders: Trans Embodiment and the Prison Industrial Complex puso de manifiesto que ser transgénero en esta sociedad es un crimen.

Como la raza, el género es una categoría construida a través de un ideal desde el que se construyen y al que se someten todos los demás. Ser socializado como hombre permite disfrutar de la configuración por defecto. Y, si tenemos en cuenta que ser socializada como mujer implica sufrir discriminación y desigualdad salarial; la amenaza continua de sufrir violencia y agresiones sexuales; o un mayor riesgo de sufrir violencia de género en la pareja e incluso de ser víctima de homicidio, todo ello como miembro de una clase oprimida, ¿qué lugar ocupan las personas transgénero, independientemente de dónde se sitúen en el amplio espectro de género?

Cuando era joven no entendía lo que significaba ser transgénero. Ese lenguaje todavía no existía. El prefijo latino trans– significa literalmente «a través», «al otro lado», «más allá». Nunca se me habría ocurrido considerar, y mucho menos afirmar, que yo no era «un chico». Sobre todo, porque bajo ningún concepto era «una chica». Así que mantuve la boca cerrada y reprimí mi emergente sexualidad queer, que permaneció en un profundo letargo. Crecí en un mundo de privilegio masculino y blanco que, sin saber por qué, nunca sentí como propio. Atribuí mi ignorancia sobre mí misme a una educación inestable y a mi historial delictivo, a mis circunstancias personales y elecciones individuales. Hizo falta el incansable activismo y el sacrificio de otros para traer el lenguaje de la comunidad a mi encarcelada puerta de hormigón. Nada más aprender ese lenguaje y a dónde mirar, descubrí esta estructura inhumana, diseñada para separar y proteger a los que tienen poder de los que no lo tienen. Pero lo peor de esta estructura es que nos ha socializado para negar nuestro verdadero yo. Y como estamos alienados de nuestro verdadero yo, también nos aislamos los unos de los otros. Nuestras comunidades se mueren de hambre porque nos han hecho creer que no existimos.

Soy plenamente consciente de la diferencia entre la lucha histórica por la equidad racial en este país y la lucha por los derechos de los transexuales. Por no hablar de la atrocidad del genocidio indígena, o de la continua exclusión de todo lo que suene feminista. Pero sigo estudiando nuestras historias y observo, desde el interior de esta prisión, un floreciente nexo interseccional. Cada uno de nosotros habla su propio dialecto, pero la lengua del otro es la lengua de los oprimidos. Intento hacernos caminar por la grava, las púas, los pinchos y el raíl de este particular tren de pensamiento, con la intención de que lleguemos a la estación con una conciencia compartida de los demás; de raza, género, clase, pobreza, salud mental…, la lista es interminable. Quieren que nos conformemos y nos escondamos, que acabemos en la cárcel y que muramos; que experimentemos con desesperación las tres primeras cosas para enfrentarnos a la muerte de todos modos, rotos y solos.

Prisiones, cárceles, hospitales psiquiátricos, centros de internamiento de menores, hogares de acogida, un sistema disfuncional de cuidado de niños y, en el peor de los casos, las escuelas. Todas las instituciones de encarcelamiento funcionan como una fábrica de fracaso y de desigualdad social para aquellos percibidos como «indeseables» para la norma. Vivimos tras una compuerta que solo se abre para meter a más como nosotros, mientras que las políticas penitenciarias perpetúan la reincidencia a través de la insolvencia económica, el sistema educativo y el trauma no tratado del encarcelamiento.

Por desgracia, la «abolición de las prisiones» se enfrenta a un problema semántico similar al de «desfinanciar a la policía». Con «desfinanciar» nos referimos simplemente a que, ante una crisis de salud mental, los recursos que antes se destinaban a mandar a una persona uniformada con una celda en su coche, se destinen ahora a enviar a un profesional de la psiquiatría. Pero algunos piensan que con ello reivindicamos la anarquía en las calles y la quema de la Tercera Comisaría. Como activista de la abolición de las prisiones, nunca he sugerido que prendamos fuego a la cárcel y dejemos a todo el mundo libre. Hay mucha gente encarcelada que todavía no está preparada para salir y necesita ayuda para intentarlo de nuevo.

He dado clases particulares a hombres adultos que apenas saben leer. Y hay personas que sufren de problemas de salud mental a los que se les considera lo suficientemente «criminales» como para ir a la cárcel, donde los recursos son limitados, pero no son lo suficientemente «criminales» como para ir a un centro hospitalario donde, al menos, podrían recibir tratamiento. Todos estamos acostumbrados a cierta dosis de violencia en la sociedad, pero aquí hay gente tan acostumbrada a la violencia como respuesta para todo que no encajan en la estructura carcelaria y, por tanto, no pueden participar en los limitados programas que se nos ofrecen. No podrían aceptar esa ayuda aunque se la pusieran en bandeja. Simplemente no pueden. No es racional pensar que el almacenamiento transitorio de personas haga algo más que intensificar su sufrimiento y empeorar las cosas.

Estos casos «graves» manifiestan problemas sociales que tienen consecuencias individuales. Como sociedad, deberíamos ser capaces de hacer frente a estos fracasos para encontrar soluciones a los mismos. Pero lo que ocurre es que cuestiones que son diferentes, como la legítima preocupación por la seguridad pública y la ilegítima ideología normativa basada en la represión de los sujetos, se difuminan y forman una única y gigantesca reacción a la amenaza percibida.

Un buen amigo con el que estuve en la cárcel observó que la mayoría de la gente no sabe lo que significa estar encarcelado. Para ellos es solo una abstracción, «un lugar donde va la “gente mala”». Entender la prisión en estos términos simplistas no permite comprender los antecedentes: que el Estado crea sujetos a los que posteriormente impone unas normas que le conducen a la cárcel. Dado que la función del Estado es regular la sociedad, la regulación en sí misma y sin condiciones está bien vista, pero hay regulaciones que engendran injusticia, porque crean una distinción de clase y después favorecen a una clase a expensas de la otra, o porque, y esto es esencial para entender las prisiones de hoy en día en este país, esconden su fracaso juzgando a todas las personas por igual, sin tomar las medidas necesarias para resolver la desigualdad de la que el Estado es responsable.

Las personas blancas, y los hombres blancos en particular, al pertenecer a una clase privilegiada en relación con la que se define la otredad, experimentan la regulación de sus vidas como la mayoría de la gente experimenta las prisiones: como una abstracción. No perciben la regulación porque esta existe para proteger el statu quo de su privilegio. Del mismo modo, la clase acomodada valora positivamente el papel que desempeña la regulación en la protección de su éxito comercial y su control sobre la sociedad; pero esta sociedad ha prosperado a partir de una herencia moral reprobable y genocida. Ser un otro no es una abstracción. Ser un otro es existir como sujeto de regulación (véase: criminalización) por parte del Estado, que tiene una sola respuesta de facto en su caja de herramientas de opresión: el encarcelamiento.

Entonces, ¿de qué hablamos cuando hablamos de «abolición»? Como activista por la justicia social y la equidad universal en materia de derechos humanos, dedico mucho tiempo a pensar en las causas de la desigualdad en la sociedad estadounidense. Desafortunadamente, como persona transgénero encarcelada, paso mucho más tiempo lidiando con las consecuencias. Me preocupa lo que nos ocurriría a cualquiera de nosotros si nos limitáramos a parar el sistema en aras de una proclamada «victoria». Si los activistas no tenemos una visión a largo plazo de un mundo sin cárceles, lo más probable es que se produzca una reacción abrumadora.

Como activista encarcelade, a contracorriente de la inercia de los movimientos de justicia social, tengo la sensación de que el impulso de los acontecimientos que siguieron al asesinato de George Floyd se ha detenido para tomarse un respiro. El reconocimiento de un objetivo compartido, como confrontar el sometimiento de personas individuales y de comunidades, nos ha permitido intercambiar ideas y aprender nuestros respectivos lenguajes. Sin embargo, un levantamiento exige visibilidad, como la que tenía Ali, que estaba orgulloso de sus dones y no se disculpaba por su negritud. Ser visible es ser visto, y no solo por los aliados. Además del control policial y de los grupos explícitamente racistas y/o fascistas que trabajan contra el cambio social, hay individuos e instituciones que se benefician del sometimiento, muchas veces inconscientemente. Cualquiera que antes no reconociera la injusticia, ahora se ve obligado a preguntarse por su posición en ella. Y ahora que nos ven, ¿cómo responderán?

Mientras tanto, no importa lo que te defina como un otro. Independientemente de ello y en virtud de tu existencia, el estado carcelario creará una jaula a tu medida, lo sepas o no. Asume esa triste verdad y siente esa vibración de tu pecho que demanda acción del resto de tu cuerpo; es la guía correcta para encarar aquellas políticas que estamos obligados a encarar por su carácter injusto.

Entonces, ¿es posible llegar al otro lado y trascender el encarcelamiento?

En primer lugar, es importante tener la capacidad de controlar la propia narrativa. Es importante, por ejemplo, que haya podido escribir este ensayo estando encarcelade y que Stillpoint haga de plataforma para difundir estas ideas. Pero hay que tener en cuenta que he tenido que escribirlo en una tableta de pantalla táctil de siete pulgadas, fabricada especialmente para la cárcel, lo que implica que cada palabra se ha escrito sin procesador de textos, enviando docenas de mensajes de ida y vuelta, y pagando con «sellos» digitales cada uno los envíos. Además, dado que la regulación de la comunicación me impide el acceso al envío de correos electrónicos normales o a documentos compartidos, he pasado horas en llamadas telefónicas (que se cobran por minuto) hablando del proceso de corrección y edición del texto. El derecho de expresión en la cárcel es en teoría libre, pero sujeto a una regulación y con ánimo de lucro. pero con ánimo de lucro y sujeto a regulación. Las voces de las personas encarceladas no se escuchan sin el permiso y la ayuda de gente externa. Y debo cuidar al milímetro no solo cada una de las cosas que digo, sino también la forma en la que las digo.

Compartir las narrativas individuales permite la creación de una narrativa común que facilita la unión entre otros y la formación de comunidades. Comunidades que, a través de un ethos inclusivo, pueden trascender radicalmente los límites del sujeto. La falta de conciencia sobre la propia vida y sobre las experiencias compartidas por diferentes sujetos impide que las distintas comunidades conformen un relato común que les permita establecer una serie de objetivos políticos.

En segundo lugar, hay que tener en cuenta la forma en la que el encarcelamiento refuerza el sometimiento de las personas. No sería suficiente con cerrar las instalaciones y reasignar los recursos a soluciones más rentables. Las prisiones y los muros que las rodean están diseñadas para tener una función en la psique de esta nación: además de proporcionar una frontera física entre lo seguro y lo inseguro, delimitan la inclusión en la sociedad. Al fin y al cabo, es el lugar al que va la «gente mala».

Bajo el sistema actual, la formación de sujetos crea clases de otros que se definen por la raza, el género, la sexualidad, etc. Las clases privilegiadas se aprovechan de la exclusión y toman para sí mismos el poder, el dinero, incluso de algo tan básico como el sentimiento de pertenencia. Para mantener esos privilegios, los otros tienen que estar excluidos de alguna manera. El encarcelamiento facilita este proceso mediante los antecedentes penales, lo que prácticamente te garantiza el carácter de subclase y la exclusión permanentes. Si se abolen las cárceles y el encarcelamiento deja de cumplir esa función, la sociedad tendrá que inventar otros medios para tratar los problemas no resueltos de desigualdad, el prejuicio y genocidio.

Esto nos lleva a preguntarnos por las posibilidades de integración. Sin un almacén en el que reprimir la crisis de identidad colectiva, en vez de reforzar la injusticia, necesitaremos educar y comprometer a la sociedad y ayudar a que se resuelvan las desigualdades. Esto permitiría el reconocimiento consciente de todas las personas de todas las clases y fomentaría su plena participación en la sociedad, por el solo hecho de existir. Un ethos de este tipo incluiría incluso a las personas que creen beneficiarse de la desigualdad actual. Una sociedad que no necesite proteger a una élite no necesita celdas físicas o estructurales.

Tenemos que liberar a la sociedad de su odio y violencia sistémicas, comenzando por aprender nuevos significados para las palabras que utilizamos para describir a las personas. El lenguaje compartido de los oprimidos puede evolucionar hasta convertirse en un lenguaje nacional, que incluya a todas sus culturas, y que sea transmitido a través de las nuevas generaciones, que podrán explotar el nexo interseccional con el fin de luchar por una sociedad que se caracterice por la justicia y la equidad.

Will Anderson – Febrero del 2022
Centro penitenciario de Minnesota – Faribault


Muhammad Ali. Directed by Ken Burns, Sarah Burns, and David Mcmahon, PBS, 2021.

Stanley, Eric A., and Nat Smith, editors. Captive Genders: Trans Embodiment and the Prison Industrial Complex. AK Press, 2010.


ARBITRARY NAMES CAN’T DEFINE SUCH TASTE

Arbitrary Names Can’t Define Such Taste toma la alegoría del Infierno de Dante para analizar las restricciones del lenguaje y los sistemas del mundo que hemos heredado y crear alternativas alquímicas y queer. Descarga el guión completo en inglés.


WILL ANDERSON escritore

Will Anderson (elle) es une artista y activista musulmán, transgénero y actualmente encarcelade en Faribault, Minnesota. Está abierte a cualquier tipo de colaboración de valor personal, profesional, académico y crítico que sea capaz de resistir las restricciones inherentes al encarcelamiento. Visita su página de Facebook para ponerte en contacto con elle.

ARIADNA GARCÍA LLORENTE traductora

Ariadna García Llorente es una investigadora y traductora española residente en Londres. Se graduó en Literatura Comparada, Filosofía y Edición; actualmente está cursando un máster en Estudios Psicoanalíticos en Birkbeck. Ha traducido del inglés al español Doing Psychoanalysis in Tehran, de Gohar Homayounpour, que se publicará en 2022.

BEN DAWSON artista

Ben Dawson (él) es un artista queer que vive en el este de Londres y trabaja en espacios físicos y digitales. A través de la imagen en movimiento y la videoinstalación, explora las simbiosis y divergencias entre nuestro yo físico y nuestro yo digital. Su obra es especulativa y hace preguntas que nunca son respondidas, sino rumiadas.

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